Alrededor de los 60 años se producen cambios importantes, entre los cuales están: probable retiro profesional y soledad familiar, disminución física, se vive de recuerdos, impotencia para iniciar algo nuevo, la muerte es una realidad. Se desarrolla entonces la crisis de la impotencia que consiste en plantearse numerosas preguntas:
¿Para qué vivir si el destino es morir? ¿Merece la pena creer, esperar o amar?
En este cansancio, una de las tentaciones más frecuentes a esta edad es la evasión, es decir, se siente la experiencia de miedo, de insatisfacción, pero siempre como algo difuso, porque nada concreto molesta. En este momento, la idea de pérdida se hace constante. También Dios se revela como el gran tema de la existencia en su misterio insondable, en su cercanía misericordiosa o en su terror paralizante. Garrido (1997) describe esta etapa como la “Hora del creyente” porque todo saber sobre el hombre ha de ser entregado al Señor de la vida y de la muerte. Para un hombre educado en el idealismo y cuyo proyecto de vida estuvo configurado por el Señor Jesús, la sensación de fracaso es inexorable. Sin embargo, la paradoja de esta edad estriba en sostener los extremos. Erikson (1985) habla de esta etapa como una dicotomía entre la integridad del yo, -en términos nuestros reconciliación de la historia personal- y la aceptación de sí mismo, frente a la desesperación y el sinsentido.
El hombre reconciliado con lo real, con su finitud, puede conocer una plenitud insospechada; el hombre/mujer maduro tiene experiencia, conoce el valor real de las ideas, es realista. No obstante, el realismo puede deslizarse hacia el escepticismo y la mediocridad, pero también expresar la consistencia y riqueza de la libertad personal, de la obra bien hecha, del gozo de las cosas sencillas, de la esperanza activa y paciente, de la humildad responsable, del amor lúcido. Por estos motivos, una vida bien reconciliada y aceptada, equivale a una edad altamente productiva, sobre todo en trabajos que necesitan manejar la complejidad de lo auténtico, porque se comienza a ser sabio:, ese arte del juicio práctico, el discernimiento y, por supuesto, este momento está enraizado en la existencia a través de lazos permanentes.
Ps. Humberto Del Castillo Drago
Director General de Areté