Cada persona humana es un don, un regalo del creador para el mundo, siendo único e irrepetible porque fue creado a imagen y semejanza del ser supremo de amor. Mientras que la imagen es la huella, la marca, el sello de Dios en cada ser humano, la semejanza es la capacidad de comunicación, de amistad con Dios. Por esta razón, la persona participa de la naturaleza y vida de Dios, invitado a vivir el amor y la comunión con el Dios Uno y Trino. Esto porque es el ser humano el ser más pleno que existe en la creación, así que por su relación única con Dios posee una identidad propia y particular, por lo cual se puede decir que no existen dos seres humanos iguales en cuanto a su mismidad o ser más profundo (Del Castillo, 2017).
El ser humano posee en su mismidad los dinamismos de permanencia y despliegue, que son impulsos constitutivos de su ser más íntimo, complementarios entre sí, y que hacen que sea siempre el mismo en cuanto a su ser más profundo, y que se realizan en el amor, la entrega y el servicio. Dichos impulsos fundamentales encuentran su traducción psicológica en las necesidades de seguridad y significación, que expresan la base segura que todo ser humano necesita, así como la recta valoración de sí mismo y la afectividad entendida como la capacidad de vibrar interiormente y la capacidad de amar y ser amado (Del Castillo, 2017).
En otras palabras, la persona, es un ser para el encuentro, invitado al amor, es un ser en relación y para la comunicación. Fue creada para vivir en una relación armónica, en los cuatro niveles de relación (Tokumura, 2015).
Por otro lado, Del Castillo (2017) establece que: “También hay que tener en cuenta la existencia del pecado” (p. 14). Entonces el pecado es una herida fundamental, la cual implica la ruptura del hombre en las relaciones fundamentales ya mencionadas: con Dios, consigo mismo, con los demás y con lo creado. Asimismo, oscurece la imagen y hace que se pierda la semejanza que es la capacidad de entrar en comunión plena con Dios. Esto afecta también la capacidad humana de amar correctamente, surge por ejemplo la dependencia emocional, las relaciones tóxicas y las conductas evasivas y adictivas. Por último, es importante recordar que al empañarse la imagen y perder la semejanza, el interior del hombre se ve oscurecido a causa del pecado, sus dinamismos fundamentales y sus necesidades psicológicas son decodificados e interpretados de manera errónea y equivocada (Tokumura, 2015).
Sin embargo, el hombre siempre estará buscando la felicidad y la reconciliación, puesto que sus dinamismos y sus necesidades apuntan al ser supremo, a un ideal trascendente, a un proyecto de vida que implique un propósito y una misión, que lo conduzcan a la felicidad que es el bien supremo perfecto, y su fin es la realización plena en sí mismo (Del Castillo, 2019).
Por todo ello es que, se puede decir que cada ser humano lleva inscrito en su mismidad una nostalgia de reconciliación, un anhelo infinito, una nostalgia de felicidad. La persona humana anhela ser feliz, anhela la paz y armonía, tiene una nostalgia de libertad y permanencia, de seguridad y encuentro que no llega a saciarse sino en el encuentro con el Señor Jesús. A este respecto, San Juan Pablo II (1984), comparte que: “Más la reconciliación no puede ser menos profunda de cuanto es la división. La nostalgia de reconciliación y la reconciliación misma serán plenas y eficaces en la medida en que lleguen -para así sanarla- a aquella laceración primigenia que es la raíz de todas las otras, la cual consiste en el pecado (No. 3).”
“Llamados a la Reconciliación”, espera ser un granito de arena para aquellos buscadores insaciables de paz, armonía, unión, integración y fraternidad. Aquellos que se abren al don de la reconciliación en sus vidas e historias personales, a fin de que la gracia de Dios actué en sus existencias. “Y todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo mismo por Cristo y nos confió el ministerio de la reconciliación” (II Cor. 5, 18).
(Tomado del libro Llamados a la Reconciliación de Del Castillo & Caballero de la página 33 a la 37).