Las virtudes y la gracia

Humberto Del Castillo Drago

De Lassus (2015), refiere que la palabra gracia “(hen en hebreo, charis en la Septuaginta, la traducción griega del Antiguo Testamento)” (p.7), es mencionada con frecuencia, dando un sentido general de recibir un favor divino, aunque no siempre lo era. Ya en el nuevo testamento la palabra gracia “reviste un sentido más específico y designa una comunicación de la vida divina por la cual Dios nos hace sus hijos” (p. 7). Esta paternidad es la que nos comunica Cristo y se manifiesta a través de la gracia en la vida de los hombres.

El ser humano como hijo de Dios y desde la fe, tiene una invitación particular a vivir desde la gracia cada una de las virtudes cristianas que hacen parte de la vida del hombre, para crecer, madurar y desarrollarse virtuosamente desde el ideal que nos lleva a una vida más plena. Rodríguez (2000) agrega:

“La gracia y la fe son principio de sanación, de elevación y de renovación: sanan, elevan y renuevan a un hombre existente que, aunque está profundamente herido por el pecado, podía alcanzar un cierto conocimiento sobre el bien y el mal” (p. 5).

Es este conocimiento el que nos ayuda a trascender y renovar la mente como lo exhorta San Pablo, implicando así, ponerse en camino y ser cooperadores con la gracia que es recibida en el bautismo.

Por otra parte, el Catecismo de la Iglesia Católica, describe:

“Las virtudes humanas adquiridas mediante la educación, mediante actos deliberados, y una perseverancia, mantenida siempre en el esfuerzo, son purificadas y elevadas por la gracia divina. Con la ayuda de Dios forjan el carácter y dan soltura en la práctica del bien. El hombre virtuoso es feliz al practicarlas” (CEC, n° 1810).

La gracia santificante como es mencionado por De Lassus (2015), “es dada para la santificación personal de aquel que la recibe, es decir, para su progreso personal hacia la santidad que es el pleno desarrollo de la vida divina en el hombre” (p. 7). Gracia que nos es dada de forma gratuita como instrumento para alcanzar la realización personal por medio de las virtudes teologales, las virtudes morales y también los dones del Espíritu Santo.

“Para el hombre herido por el pecado no es fácil guardar el equilibrio moral. El don de la salvación por Cristo nos otorga la gracia necesaria para perseverar en la búsqueda de las virtudes. Cada cual debe pedir siempre esta gracia de luz y de fortaleza, recurrir a los sacramentos, cooperar con el Espíritu Santo, seguir sus invitaciones a amar el bien y guardarse del mal. (CEC, n° 1811).

Para avanzar en la maestría personal y el propio proceso aretéico, es importante reconocer que, sin la gracia santificante y la cooperación humana, no hay avances ni crecimiento desde las dimensiones que hacen al hombre unidad, la corporal, la psicológica y la espiritual.
En el libro “Pasó haciendo el bien”, San Josemaría Escrivá (como se citó en Fernández, 2016) señala:

“Cuando un alma se esfuerza por cultivar las virtudes humanas, su corazón está ya muy cerca de Cristo. Y el cristiano percibe que las virtudes teologales –la fe, la esperanza, la caridad- y todas las otras que trae consigo la gracia de Dios le impulsan a no descuidar nunca esas cualidades buenas que comparte con tantos hombres” (p. 17).

Cuando observamos en las personas, actitudes y actos de inteligencia y libertad, con facilidad nos preguntamos como hizo para adquirirlas y mantenerse en ellas, a través del tiempo, las circunstancias y el diario vivir. Desde este punto, podemos afirmar que es la gracia de Dios que acompaña y fortalece cada una de sus buenas obras, no hay división en su realidad personal, ni en sus decisiones. Al mismo tiempo, cuando el cristiano ama a Dios y busca actuar como él, sabe que sus obras tienen el respaldo de su gracia, cuando se deja a Dios ser Dios en la propia vida.

Fernández (2016), considera que:

“Las virtudes humanas y la gracia divina forman el sustrato en el que pueden crecer las virtudes que llamamos teologales: la fe, la esperanza y la caridad. Esas virtudes que llevan al hombre directamente a Dios. El desarrollo de la fe en Dios requiere un substrato de humildad, de confianza, de docilidad, que son en su origen virtudes humanas. La esperanza se apoya en el optimismo, la fortaleza, la paciencia, la perseverancia. La caridad se ejerce de ordinario también a través de virtudes humanas: amabilidad, amistad, benevolencia, comprensión, generosidad, justicia, magnanimidad, sencillez, solidaridad” (p. 19).

Estas virtudes nos preparan para elevar las realidades humanas y convertirlas en un camino o un medio para acercarnos a Dios. El trabajo, el matrimonio, la vida en comunidad, la comprensión, la honradez, la alegría, el respeto; adquieren un nuevo valor cuando vivimos el “sólo por hoy”, como lo afirma Santa Teresita del Niño Jesús. Es desde las realidades terrenas y concretas del día a día, que le damos un valor divino, crecemos en madurez humana y sobrenatural, se forja el carácter y se practica el bien.

Pensar en la gracia, es confiar en las palabras de Jesús, cuando por medio de la parábola, afirma que la semilla que cae en tierra buena es fecunda y da frutos de santidad y de comunión. Desde aquí, se sustenta la vida espiritual del cristiano y el deseo de vivir humildemente dentro de la voluntad de Dios. El objetivo, es dejar crecer la semilla y conservarla, “amando a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo”, ser buenos administradores de la gracia y cumplir con el propósito inicial por el cual fuimos creados.

(Tomado de las páginas 84 a la 89 del libro Creciendo en la Virtud. Areté Ediciones. 2,023)

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