Al aproximarnos al ser humano para responder a su propia identidad no podemos sino mirarlo como una unidad: cuerpo, alma y espíritu. La persona humana es, “por su propia naturaleza, una unidad bio-psico-espiritual. Existe por lo tanto una íntima relación entre lo exterior y lo interior, de manera que lo exterior repercute en lo interior, y viceversa”[1].
La palabra “unidad” nos hace entender que el ser humano no es un compuesto, una suma de partes o elementos. No son tres naturalezas. Son tres dimensiones de una misma persona. Para comprender mejor esta unidad trial propia del ser humano, recordemos las palabras de San Pablo:
«Que Él, el Dios de la paz, os santifique plenamente, y que todo vuestro ser, el espíritu, el alma, y el cuerpo, se conserve sin mancha hasta la Venida de nuestro Señor Jesucristo»
(1Tes 5,23)
El hombre es, por su propia naturaleza, una unidad bio-psico-espiritual. Unidad integral de cuerpo, alma y espíritu en la que lo que sucede con cada una de las dimensiones repercute en las otras.
El hombre es un ser corporal, ésta es una realidad que se constata inmediatamente. Nuestro cuerpo tiene requerimientos físicos, necesidades vinculadas a esta dimensión, que no pueden ser desatendidas: respiración, alimento, bebida, abrigo y otras necesidades vinculadas al bienestar. La persona además de necesitar lo básico para sobrevivir requiere que su organismo mismo se desarrolle y viva en un ambiente adecuado para su expansión adecuada.
Es claro que lo biológico no explica todo lo que somos. Si seguimos avanzando en nuestra propia experiencia como personas, advertimos que nuestra relación con el mundo trasciende este nivel, así llegamos a descubrir que poseemos una dimensión psicológica. Esta dimensión tiene también sus propios requerimientos o necesidades, que el hombre experimenta como necesidades intelectuales (de saber, comprender, abarcar la realidad, etc.) y necesidades afectivas.
En ese sentido, podemos decir que en la dimensión del alma, o psico-afectiva, el hombre experimenta también una serie de necesidades que deben ser saciadas y que preceden, en orden de dignidad a las necesidades físicas.
Ninguna de estas dos dimensiones agota la realidad del ser humano sino que descubrimos algo más profundo e íntimo. Dicha realidad es la espiritual, que permanece como referencia continua de mi vida. Esta dimensión se expresa como huella de Dios en el ser humano, lo que se llama mismidad que consiste en el núcleo mismo del hombre. En dicha dimensión se encuentra la conciencia y la libertad humana, así como la apertura al encuentro, la capacidad de relacionarse con Dios, y la apertura al sentido de la existencia.
Un gran problema en la actualidad es el reduccionismo; esto significa que al tratar de entendernos a nosotros mismos tendemos a tomar una parte de lo que vemos y convertirla en la explicación global. De manera que podemos decir que el hombre no es solamente sus sentimientos o emociones, como tampoco es solamente su cuerpo, o sus roles o personajes, o pensamientos.
El ser humano es unidad y la dimensión espiritual es la más importante, pero no anula a las demás áreas sino que debe haber una jerarquía, de manera que sea lo espiritual lo que dirija y nutra la realidad corporal y psicológica.
Quien pretenda la realización humana solo saciando las necesidades físicas o buscando el equilibrio psicológico sin la vida espiritual, permanecerá frustrado, incluso en el ámbito físico y psicológico.
Hoy en día el hombre contemporáneo es invitado a plenificar su existencia como unidad: cuerpo, alma y espíritu. Se trata de vivir el señorío de sí mismo, trabajando porque sus tres dimensiones apunten armónicamente a la santidad en la vida cotidiana.
Humberto Del Castillo Drago
[1] Camino hacia Dios, El silencio de cuerpo, Tomo I, p.160.